viernes, 5 de octubre de 2007

Llega a México el plan sin nombre

Mil millones de dólares en los próximos dos años, según anticipa el subsecretario de Relaciones Exteriores, Carlos Rico, será lo que reciba México en cooperación financiera estadounidense para el combate al narcotráfico. Urgen detalles en blanco y negro de fases y modalidades del acuerdo que, siendo recíproco y de buena fe, deberá estar exento de imposiciones y enmarcado en una política de Estado para la seguridad aceptable para todos en el país.

El inminente plan de ayuda —aún no bautizado— puede ser un buen marco de referencia para sentar las bases de un apoyo mutuo, siempre y cuando los términos del mismo sean muy claros.


Se requiere que haya buena dosis de sustancia en materia de capacitación técnica, de compartición de bases de datos criminales y de asistencia estratégica.


Debe apegarse estrictamente a lo que ya se sabe: que la ayuda no estará condicionada a la participación de miembros de las fuerzas armadas estadounidenses en territorio nacional. Cierto que por la parte mexicana sí hay militares, pero esta es una situación de emergencia que tendrá que ir cambiando paulatinamente hasta que la lucha contra la criminalidad quede en manos policiales.


También debe haber intercambio de información estratégica, inevitable para enfrentar un problema global que trasciende fronteras y que ni Estados Unidos ni México, por sí solos, podrán detener aisladamente en ninguno de los dos territorios; comunicación que, sin embargo, debe tener sus límites en el marco de la soberanía nacional.


En territorio mexicano, ni agentes encubiertos ni agentes armados ni agentes operando a ras de suelo, por más que a los funcionarios de Colombia les parezca algo natural y sin consecuencias diplomáticas.


Tampoco es deseable que la asistencia técnica venga revestida de proveedores privados de tecnología bélica, tipo Blackwater, con una muy cuestionada actuación en Irak. Mal haríamos en abrir la puerta a mercenarios en territorio nacional.


La agridulce experiencia del Plan Colombia nos invita a la cautela para que la asistencia no acabe siendo militar y con fines más allá de los originales. Es decir, que de combatir el narcotráfico y el contrabando de armas se pase a operaciones paramilitares que enfrentan grupos sociales o políticos.


Encauzar y transparentar debe ser la matriz de la nueva etapa de cooperación. Experiencias en el mundo nos muestran que es posible auditar ese tipo de acuerdos y sus alcances en la práctica, mediante la creación de comités de inteligencia, donde participen no sólo miembros del Poder Ejecutivo, sino del Judicial y del Legislativo, que estén siempre enterados de lo que se ejecuta. Quienes formen parte de los mismos se comprometen, bajo juramento, a no hacer pública información que comprometa operaciones anticrimen, lo que blinda a los comités de filtraciones indeseadas o actuaciones partidistas.


Al final, la cooperación bilateral nos debe ayudar a establecer una política de Estado en seguridad que al mismo tiempo que fortalezca nuestros cuerpos judiciales locales cierre el paso a cualquier intento de excederse.

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